«un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre»

(apuntes de lectura:
parece que Nietzsche afirmó: «Don Quijote es la lectura más amarga que conozco» -llego a esta referencia en Don Quijote en el arte y el pensamiento de Occidente, de John J. Allen-.

En otro de sus textos, relativo a la función esencial de los sentidos, en especial el del olfato -vinculado al del gusto, necesario para detectar la amargura y el amargor-, perteneciente al Crepúsculo de los ídolos, se dice así:«[…] ¡Y qué finos instrumentos de observación son nuestros sentidos! El olfato, por ejemplo, del que ningún filósofo ha hablado con veneración y gratitud, es hoy por hoy el instrumento más sensible de que disponemos, siendo capaz de captar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni aún el espectroscopio registra. Poseemos hoy ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos; en que hemos aprendido a aguzarlos aún más, armarlos, llevarlos a sus últimas consecuencias.»

Los fragmentos traen a las mientes otros, como la crítica del sensualismo cervantino que realizara Ortega y la distinción que Deleuze proponía entre perceptos, afectos, prospectos y conceptos. Por pensar qué cosa podría ser algo así como un olfato histórico, un sentido del olfato aplicado a captar los movimientos de la época presente, que creo podría sernos de utilidad para orientarnos en nuestro presente)

«[…] —Pues es verdad —replicó don Quijote— que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma. Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?

—Lo que sé decir —dijo Sancho— es que sentí un olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.

—No sería eso —respondió don Quijote—, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo, porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.

—Todo puede ser —respondió Sancho—, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.»


Cap. XXXI, Primera parte