«[…] De lo que no tenía duda el Régimen era de que el enemigo seguía ahí, y que esperaba en algún momento disputarle la influencia del pueblo. De ese modo se confesaba igualmente que el plan de construir un nuevo pueblo se enfrentaba a obstáculos importantes. Todo iba a depender de si el Plan de Estabilización que se esperaba resultaba eficaz. De otro modo, la guerra en fase álgida tendría que continuar, no se podría dejar atrás la violencia, el príncipe nuevo no podría ser civil y la dimensión constituyente de la revolución pasiva no podría consolidarse. El Régimen estaba en su más difícil coyuntura. Afortunadamente para él, su principal enemigo, el PCE, se debatía en la profunda contradicción, nunca asumida, de apoyar la invasión soviética de Hungría en agosto de 1956, y al mismo tiempo apostar por la reconciliación nacional en la España de 1958.

No es de extrañar que la huelga general política de junio de ese año fuera un sonoro fracaso. Si Carrillo, en lugar de mantenerse apegado al estanilismo sin fisuras, se hubiera preocupado de estudiar a Gramsci, y no de engullirlo de forma oportunista tiempo después, se habría dado cuenta de que la revolución pasiva que, sin duda, se disponía a impulsar el régimen de Franco, era la forma histórica que lograba imponer la hegemonía de la burguesía española y que toda revolución pasiva se caracteriza por un modo de articulación cuya meta es neutralizar la capacidad de las otras fuerzas sociales. Como tal, la revolución pasiva es el método y la forma general de una transición de un sistema social a otro; en el caso de España, de un régimen semifeudal a uno industrial. Si hubiera comprendido esto, Carrillo habría diluido su optimismo insensato, que profetizaba el hundimiento del Régimen un día sí y otro también. Al no hacerlo dirigió al PCE de una forma completamente equivocada. Eso sería decisivo para su forma de plantear la Transición, en la que ilusamente contemplaba para el PCE una inevitable hegemonía democrática. No se dio cuenta de que la verdadera transición la había hecho Franco y se había realizado entre 1957 y 1959. Para salvar su ilusión, lo que en el fondo era salvar exclusivamente su dirección personal, Carrillo -como otro caudillo- se embarcaría en una serie de cesiones que no harían sino confirmar el éxito del régimen de Franco a la hora de estabilizarse.»

J.L. Villacañas Berlanga, La revolución pasiva de Franco. Las entrañas del franquismo y de la Transición desde una perspectiva, ed. Harper Collins, 2022, págs. 242-243.

propietarios todos

«[…] De este modo, el austero administrativista López Rodó se arriesgaba a internarse en el campo de la gran construcción de la filosofía de la historia hispana. España, en su idea, siempre bajo la protección del Caudillo, se incorporaba al tiempo histórico propio de los países de Occidente, con lo que se cumplía finalmente la aspiración regeneracionista que había anhelado la intelectualidad hispana desde el siglo XIX, pero todo sin abandonar el modelo de Felipe II. Franco era el defensor de la tradición, de las esencias patrias, pero curiosamente el que culminaba a la vez el proceso modernizador que había defendido Ortega y Gasset, el proyecto de la europeización y vertebración de España.
(…) No existe una definición más precisa de revolución pasiva. La Segunda República española debía emprender la tarea de hacer de España un país europeo y moderno. Ese fue el ideario de Azaña y de los hombres al servicio de la República. Ahora resultaba que el general Franco, que había liderado la lucha contra todos ellos, el mismo general que los había perseguido, fusilado o exiliado, imaginaba que realizaba ese mismo anhelado proyecto. (…) Si hay un proceso ejemplar de reocupación histórica es este por el que una nueva élite de Franco iba a impulsar una política diferente a la que, durante veinte años, había detenido al país en las estructuras más arcaicas de su historia, y todo eso sin tocar el poder omnímodo personal de Franco sobre el Estado.
(…) Por supuesto, esa europeización de España era una «mímesis» un tanto mágica. No implicaba libertad política, ni cultural, ni de prensa, ni religiosa, ni educativa, y en el fondo tampoco libertad económica. Era una mímemis precisa y limitada que concernía exclusivamente al Estado Administrativo. Era mágica porque se confiaba que todo lo demás vendría por añadidura.»

J.L. Villacañas Berlanga, La revolución pasiva de Franco. Las entrañas del franquismo y de la Transición desde una nueva perspectiva, ed. Harper Collins, 2022, págs 220-221